Foto: Archivo personal |
Y
la lámpara
cabizbaja,
pese
a tener el corazón atravesado por la realidad,
la
tristeza aún no la mata.
Intenta,
como todos los días, su travesía a través del cable;
mira
al cielo y la ve tan hermosa
que
se resiste a parar, se resiste a dejar de verla.
Aunque
sabe que nunca la tendrá,
se
conforma con treparse a ese delgado y limitado medio de transporte,
y
a riesgo de encontrarse con una eléctrica muerte
emprende
el viaje,
casi
siempre a la misma hora,
cuando
las nubes están de buen humor y le dan permiso para admirarla.
Y aún cuando sólo conoce una sola de sus caras, la ama sin reservas,
ama
sus cráteres y lunares,
ama
su color gris-azulado,
ama
sus cambios.
Hoy,
por ejemplo,
le
tocó mirarla en su fase menguante,
no
tuvo mucho de ella,
pero
lo que tiene en su memoria le basta para darse ánimos,
para
amarla para siempre,
y
regresar al día siguiente.
Lo
de la lámpara es un amor unilateral,
un
amor a solas,
un
secreto entre ella y su cómplice (el cable).
Tal
vez la luna nunca sabrá de las hazañas que inspiró,
y seguirá creyendo
que nadie la quiere,
y continuará
soportando aquel frío celestial en compañía de sus amigos del alma: los luceros.
Mientras tanto en
la Tierra,
la lámpara seguirá
con su rutina,
constante,
hasta que un día sus
fuerzas se acaben,
y alguien más
reciba su legado.
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