Te
me saliste del corazón,
sin
bulla,
sin
los tropeles, portazos y lamentos propios de los adioses.
Te
me saliste de la misma forma en que entraste:
burlaste
mis defensas,
trepaste,
corriste,
hiciste
y deshiciste…
Y
yo ni cuenta me di.
Pero
es mejor así:
sin
dolor,
sin
culpas,
sin
drama,
sin
guiones cliché de tristeza.
Ahora
camino liviana,
sobrepuesta,
un
poco más feliz.
Camino
sin el maldito miedo
de
encontrarme un día contigo
y
no poder impedir la palidez mortecina
con
la que se arropaban mis labios
ante
la inminencia de un encuentro imprevisto.
Camino
libre,
sabiéndome
despojada de los afanes
por
saber quién ocupa tu cama y tu cuerpo.
Te
me saliste del corazón,
y
este amor callado, cansado y atípico
bate
sus manos en señal de despedida,
y
se disipa ante la mirada de alivio y esperanza
de
unos ojos que desde ese instante
empiezan
a vislumbrar un magnífico horizonte,
uno
con otras formas, otras curvas, otros colores y otras aventuras.
Te
me saliste del corazón.
Te
me saliste de todas partes.
Ya
no más tú.
Adiós.
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