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Te amé con toda mi sangre




Dicen que la sangre no duele,
pero en este helado domingo de mayo,
que quisiera desaparecer de todos los calendarios,
la mía se retuerce y grita de dolor…

Porque yo no te amé con todo mi ser,
no te amé con el alma,
no te amé con el corazón,
sino con toda mi sangre…
con toda esa sangre
que solía correr emocionada por mis tuétanos,
y que hoy
gracias a ti,
se detiene agonizante,
se ha convertido en un líquido
amargo y espeso,
obscuro y sollozante,
por el que a esta hora circulan,
vagos y ataviados de tristeza,
los cuerpos sin vida
de los recuerdos que guardaba de ti.

En una pequeña bocanada de tiempo
me quedé sin las impresiones de lo que eres tú,
en menos de un minuto,
todas las ilusiones
que vivían gracias a ti,
se suicidaron,
saltaron al vacío de este mundo.

Y te fuiste de mí como siempre:
cobarde,
en silencio,
sin lágrimas de arrepentimiento, 
sin explicaciones,
sin una mirada de amor,
sin un beso,
sin el más mínimo
cruce de palabras
entre tus manos y mi piel,
sin dedicar un último brindis de sonrisas
a lo que nos hicimos sentir.

Me dejaste vana,
sin identidad,
confundida,
partida en millares de trizas de pesar,
llena de interrogantes,
me dejaste siendo el sinónimo
de unos paréntesis vacíos.

Te llevaste sin permiso,
la fe que tenía en el amor,
una fe que aunque caminaba en la cuerda floja,
tenía grandes esperanzas de no caer
gracias a tus ojos
que irremediablemente,
no me pertenecen nunca más,
y ese “nunca” duele como nunca,
duele punzante,
justo en el centro de mi existencia.

Este es un adiós irreversible,
implacable y sin concesiones,
como pocas cosas en la vida…
Un luto que cargo en silencio,
y con toda seguridad,
una despedida de la que nunca sabrás.

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